Cristina Kirchner no es Isabel. Pero hizo toda su carrera política bajo el ala protectora de un hombre fuerte. Y es poco probable que, a esta altura de la vida, vaya a cambiar muy drásticamente. De allí que buena parte de las especulaciones que se tejen en estos días sobre lo que queda de su gestión de gobierno giren en torno a quién acrecentará su influencia, quién ejercerá desde ahora las tareas del armado coalicional y electoral, quién distribuirá el gasto, quién controlará la “calle”, etc.. Al respecto, entre las hipótesis que circulan destacan dos, la que prefieren muchos empresarios, Julio De Vido, y la que recelan todos ellos, Hugo Moyano. Y hay muchas más, en que se combinan estos nombres con los de Zannini, Fernández, etc.. Puede que suceda, sin embargo, que ninguna de ellas entusiasme a Cristina. Así que tal vez convenga prestarle más atención a otra, que sí podría hacerlo: una en que quien cobre protagonismo sea su hijo Máximo.
La Cámpora, y la juventud peronista en general, son más un fenómeno estatal que social. Pero su presencia en cargos clave ha crecido en los últimos tiempos. La masiva presencia de jóvenes en las exequias del ex presidente podría darle asidero a la idea de que allí hay una cantera de la que nutrirse para seguir adelante. Y si de lo que se trata es de “continuar y profundizar” el proyecto, más todavía. Máximo y su tropa podrían volverse una pieza clave si lo que Cristina busca es hacer un gobierno “propio”, que contenga las presiones corporativas, insista con al menos algunas de las iniciativas que su marido había planteado, como la guerra con Clarín, la asociación con los “movimientos sociales”, etc., y con esos recursos se lanza a la reelección.
Tal vez la ventaja de esta opción es que podría preservar un gobierno medianamente autónomo de los intereses, y por tanto capaz de sobrellevar la creciente extorsión a que estos buscarán someterlo. Pero la contracara de ello podría ser una profundización de las tensiones con actores relevantes de la sociedad, y un creciente aislamiento. La gran incógnita, en cualquier caso, es qué hará el peronismo si la presidente avanza en esa dirección. Un setentismo recargado y un gobierno de los halcones K no tiene muchas chances de entusiasmar a su dirigencia. Más bien puede acrecentar el temor a una derrota electoral. Lo que resultaría aun más intolerable en una situación como la actual, en que se ha abierto otra posibilidad muy distinta: con el deceso del ex presidente la reunificación de la familia peronista puede aparecer como una meta inmediatamente factible, y el mejor modo de procesar la sucesión del liderazgo y asegurarse la continuidad en el poder. ¿Por qué seguir corriendo el tipo de riesgos y disgustos a que los tenía acostumbrados Néstor, cuando una solución rápida, incruenta y salomónica, ni muy antikirchnerista ni muy kirchnerista, está al alcance de la mano?
De todos modos, tal como solía hacer su marido, Cristina puede intentar varias cosas a la vez, alimentar la llama adolescente y romántica de la pasión setentista, y nutrir pragmáticamente a los demandantes de gasto público, usar a Moyano contra los intendentes y a estos contra los gobernadores, y así seguir desalentando cualquier candidatura alternativa. Pero si a Néstor le venía resultando cada vez más difícil lograrlo, no hay por qué pensar que a ella las cosas le vayan a resultar más fáciles. El peronismo perdió a un jefe que nunca, ni siquiera cuando estaba en el cenit de su poder, dejó de ser resistido. La cuestión es cuánto tiempo tardará en elegir otro, y si en el ínterin la lucha entre las facciones que actualmente lo mantienen dividido se agudiza hasta el extremo de una crisis.
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