Los mejores premios, al menos para mi gusto, son los que suscitan el disenso. Premiar la obviedad, evitar el riesgo, buscar el aplauso unánime para el jurado acertado, es lo menos estimulante que se le puede pedir a un galardón. Hay premios que son perfectos para esta labor y otros, en cambio, que no sirven. Este último caso es el de los premios que funcionan casi como una carrera, es decir, que son para quien llegó primero y obtuvo los resultados más brillantes. El Nobel de Física para Gueim y Novosiolov, los inventores del grafeno, sólo puede suscitar entusiasmo y admiración, por las aplicaciones que todos podemos ya empezar a barruntar de este material maravilloso en la era digital; pero poca o nula polémica. Los premios Nobel de la Paz y de Literatura, en cambio, casi como cada año, me han suministrado a mí y creo que a mucha otra gente abundante material de debate e incluso de fuerte controversia con amigos y familiares durante el fin de semana.
Estos dos Nobel, concedidos uno por un comité del parlamento noruego y el otro por la Academia Sueca, mantienen una relación compleja pero estrecha. En algunas añadas la relación es explícita, mientras que en otras puede leerse más en filigrana. Los encargados de premiar una obra literaria excelente han demostrado tradicionalmente su interés por la palabra milagrosa, es decir, por las literaturas que no se bastan a sí mismas sino que producen efectos se supone que benéficos sobre la humanidad. Todos sabemos que hay escritores maravillosos que como personas son unos canallas: si alguno ha recibido el Nobel, y yo estoy seguro de ello, es porque han sabido disimularlo en un ejercicio de hipocresía magistral. No falta tampoco el caso del escritor excelente al que una torpe gestión de su imagen pública le relega al desván del olvido o, lo que es peor, al cuarto oscuro de los explícitamente condenados sin Nobel por sus pecados reales o supuestos.
Los de la Paz también han flotado tradicionalmente entre el buenismo más descarado y el pragmatismo más coyuntural. Darle el Nobel a Teresa de Calcuta es lo más próximo a sustituir y adelantar la canonización, pero dárselo a Kissinger y Le Duc Tho, a Peres, Rabin y Arafat, gentes responsables en distintos grados de situaciones de violencias colosales, es casi una invitación al escándalo. Si con la excusa de la literatura se ha dado premios de contenido político también lo contrario ha sucedido, y a veces muy justamente. A Soljenitsin se lo dieron en Literatura en 1970 , y el jurado acertó plenamente porque es uno de los pocos casos en que merecía los dos. A Churchill se lo dieron también en Literatura en 1953, probablemente porque nadie se atrevía ni siquiera a insinuar que se lo merecía por la paz en Europa algunos años antes. Sus méritos literarios estaban en los hechos narrados más que en la escritura que no era ni siquiera suya. Obama, que obtuvo el de la Paz en 2009 estando tan o más descalificado que Churchill porque está todavía en guerra ahora, no lo tendrá nunca de Literatura mereciéndolo más que el premier británico por su extraordinario ‘Sueños de mi padre’.
Y no sigo, porque son infinitas las combinaciones y variaciones que sugieren esos dos premios que sacan punta a todas las controversias de este siglo y del pasado. Sólo decir que la cosecha de 2010 es excelente y reconfortante, también por supuesto porque es polémica. Aunque ya no lo es en el caso de Mario Vargas Llosa, habiéndolo sido durante tanto tiempo, nos viene a recordar la estupidez de quienes se lo negaron, aunque en algo debemos estarles agradecidos, puesto que su retraso produce con el efecto acumulativo un inmenso y gozoso consenso sobre sus méritos. La polémica sorda pero real de este año es de un orden muy distinto de la que se cebó sobre el escritor peruano años antes: Liu Xiaobo, el intrépido disidente chino, suscita una mueca de disgusto en quienes mejor acompañan desde Occidente al ascenso llamado pacífico, yo añadiría inquietante, de la superpotencia económica imprescindible en que se ha convertido la República Popular China. A Vargas Llosa se lo negaba el progresismo izquierdista, mientras que el de Li escuece al pragmatismo de los amigos del capitalismo chino. Es una paradoja que castiguemos con este premio a quienes ahora son nuestros banqueros, han sido quienes nos han suministrado mano de obra barata y esperamos que sean pronto unos enormes consumidores que tiren de nuestras economías.
Pocos años, en todo caso, los premios son más justos e incluso necesarios. Ahí está una obra inmensa como la de Vargas Llosa, hasta ahora marginada por la Academia, y ahí está también la acción admirable y valiente desde hace más de veinte años de un hombre sólo ante un régimen totalitario que ha conseguido la proeza de sacar de la miseria a 600 millones de personas sin ceder ni una pulgada de poder a la democracia ni abrir un respiro de libertad a su gente. La excelencia literaria de uno, el sacrificio resistente del otro y el amor a la libertad de ambos certifican la exactitud de la diana conseguida por los dos jurados de ambos premios este año.
Mas informacion visitanos en htpp//www.trabajoperuano.com
Estos dos Nobel, concedidos uno por un comité del parlamento noruego y el otro por la Academia Sueca, mantienen una relación compleja pero estrecha. En algunas añadas la relación es explícita, mientras que en otras puede leerse más en filigrana. Los encargados de premiar una obra literaria excelente han demostrado tradicionalmente su interés por la palabra milagrosa, es decir, por las literaturas que no se bastan a sí mismas sino que producen efectos se supone que benéficos sobre la humanidad. Todos sabemos que hay escritores maravillosos que como personas son unos canallas: si alguno ha recibido el Nobel, y yo estoy seguro de ello, es porque han sabido disimularlo en un ejercicio de hipocresía magistral. No falta tampoco el caso del escritor excelente al que una torpe gestión de su imagen pública le relega al desván del olvido o, lo que es peor, al cuarto oscuro de los explícitamente condenados sin Nobel por sus pecados reales o supuestos.
Los de la Paz también han flotado tradicionalmente entre el buenismo más descarado y el pragmatismo más coyuntural. Darle el Nobel a Teresa de Calcuta es lo más próximo a sustituir y adelantar la canonización, pero dárselo a Kissinger y Le Duc Tho, a Peres, Rabin y Arafat, gentes responsables en distintos grados de situaciones de violencias colosales, es casi una invitación al escándalo. Si con la excusa de la literatura se ha dado premios de contenido político también lo contrario ha sucedido, y a veces muy justamente. A Soljenitsin se lo dieron en Literatura en 1970 , y el jurado acertó plenamente porque es uno de los pocos casos en que merecía los dos. A Churchill se lo dieron también en Literatura en 1953, probablemente porque nadie se atrevía ni siquiera a insinuar que se lo merecía por la paz en Europa algunos años antes. Sus méritos literarios estaban en los hechos narrados más que en la escritura que no era ni siquiera suya. Obama, que obtuvo el de la Paz en 2009 estando tan o más descalificado que Churchill porque está todavía en guerra ahora, no lo tendrá nunca de Literatura mereciéndolo más que el premier británico por su extraordinario ‘Sueños de mi padre’.
Y no sigo, porque son infinitas las combinaciones y variaciones que sugieren esos dos premios que sacan punta a todas las controversias de este siglo y del pasado. Sólo decir que la cosecha de 2010 es excelente y reconfortante, también por supuesto porque es polémica. Aunque ya no lo es en el caso de Mario Vargas Llosa, habiéndolo sido durante tanto tiempo, nos viene a recordar la estupidez de quienes se lo negaron, aunque en algo debemos estarles agradecidos, puesto que su retraso produce con el efecto acumulativo un inmenso y gozoso consenso sobre sus méritos. La polémica sorda pero real de este año es de un orden muy distinto de la que se cebó sobre el escritor peruano años antes: Liu Xiaobo, el intrépido disidente chino, suscita una mueca de disgusto en quienes mejor acompañan desde Occidente al ascenso llamado pacífico, yo añadiría inquietante, de la superpotencia económica imprescindible en que se ha convertido la República Popular China. A Vargas Llosa se lo negaba el progresismo izquierdista, mientras que el de Li escuece al pragmatismo de los amigos del capitalismo chino. Es una paradoja que castiguemos con este premio a quienes ahora son nuestros banqueros, han sido quienes nos han suministrado mano de obra barata y esperamos que sean pronto unos enormes consumidores que tiren de nuestras economías.
Pocos años, en todo caso, los premios son más justos e incluso necesarios. Ahí está una obra inmensa como la de Vargas Llosa, hasta ahora marginada por la Academia, y ahí está también la acción admirable y valiente desde hace más de veinte años de un hombre sólo ante un régimen totalitario que ha conseguido la proeza de sacar de la miseria a 600 millones de personas sin ceder ni una pulgada de poder a la democracia ni abrir un respiro de libertad a su gente. La excelencia literaria de uno, el sacrificio resistente del otro y el amor a la libertad de ambos certifican la exactitud de la diana conseguida por los dos jurados de ambos premios este año.
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